jueves, 17 de julio de 2008

3º 2ª, Florencia


Aquello sucedió en Florencia a principios de los ochenta. Un día otoñal, un joven exiliado iraquí caminaba hacia el mercado de San Lorenzo. Su mano izquierda había sufrido una leve quemadura en el dorso y estaba envuelta en unas gasas muy limpias, señal del poco tiempo trascurrido desde el accidente. Caminaba de un modo flotante, lento y pausado y la alegría en su rostro era evidente. Se fijaba, amablemente, en las caras de casi todos los transeúntes que a aquellas horas de la mañana solían abarrotar las calles de Florencia.

Alí, como lo llamaba su patrona la señora Castri, dueña de una parada de souvenir bajo las galerías del Uffizi en la que él llevaba dos años sirviendo, ya había hecho aquel mismo recorrido miles de veces. Pero aquel día, se entretenía parándose delante de cada escaparate, como si lo viera por primera vez. No importaba si lo que tenía delante era una pizzería, una relojería o una tienda de zapatos. Lo miraba todo con mucha atención, la luz, los colores, los precios. Y cada vez que se encontraba con su imagen reflejada en el cristal de alguno de aquellos escaparates, sus ojos permanecían clavados, a pesar suyo, en el llamativo blanco que envolvía su mano izquierda y volvía a sentir un escalofrío al recordar que sólo hacía dos días se había librado milagrosamente de morir.

El percance tuvo lugar dos días antes, en un cámping que acogía a turistas de mochila y que estaba situado en el bosque del pequeño monte que se levanta a orillas del Arno, al sur del casco antiguo de la ciudad, desde cuya cima se veían los domos y los tejados rojos del centro de Florencia. En el semivacío bar del camping, a la entrada, había un pequeño grupo de iraquíes sentados alrededor de una botella de vino tinto barato consumiendo las últimas tertulias de la noche.

Todos ellos habitaban aquel camping desde que se abría al publico en primavera hasta su cierre a mediados de noviembre, ya que con la tarifa reducida de largas estancias, les salía mas a cuenta que pagar una habitación en las afueras de la ciudad como era habitual.

Faltaba todavía una hora larga y tal vez otra botella de vino antes de que el dueño del bar, un viejo florentino que siempre andaba con mal humor, pronunciara a gritos su primer aviso del cierre del local. Ali se puso en pie y quiso despedirse alegando que el día fue muy ajetreado ya que la señora Castri recibió un gran pedido de fabrica y tuvo que cargar con todas las cajas hasta el almacén. Tomó, de un sorbo, lo que le quedaba de vino en el vaso, se despidió y salió del bar bajando la escalinata para iniciar el estrecho camino de tierra que le llevaba hasta su tienda.

Hacía frío. Se subió el largo cuello del jersey de lana azul mientras contemplaba, no sin cierta melancolía, el aspecto vacío y desolado que aquella noche tenía el camping.

- Ya no se oyen los pájaros, en octubre es triste vivir en un camping- pensó.
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A todas horas del día y de la noche, tanto en primavera como en verano, el camping de la plaza de Megael Ángelo, siempre estaba lleno de vida. Parecía una ferie continua y a pleno rendimiento. Tiendas de campaña de todos los tamaños y los colores. Gente de varias edades y razas. Grupos de jóvenes que, con el firme propósito de pasarlo bien, no hacían mas que tocar las guitarras, cantar y bailar. Familias enteras, con animales incluidos, sentadas, la mayoría con bañadores, en el frontal de sus enormes y bien equipadas tiendas, mirando la TVE mientras se hacían los espaguetis. Otros discutían en voz alta y algunos hasta se amaban en publico. Habría que hacer largas colas para ir al lavabo, la ducha o simplemente pedir una cerveza en su único bar.

In cambio cuando se asomaba el otoño y a medida que iba haciendo mas frió, aquel lugar se convertía en un verdadero camping de refugiados. Y salvo algún que otro forastero, el puñado de jóvenes exiliados Iraqiés eran sus únicos fieles clientes y que pronto y al igual que hicieron algunas de las aves que durante el verano habitaban el bosque, ya deberían ir pensando en inmigrar.

Al llegar donde estaba su tienda se acordó de que su amigo Abdul Rahmán, le había pedido aquella misma mañana que le prestara su saco de dormir ya que tenía que salir de viaje urgente de dos días a Venecia. A cambio, le dejó su manta de lana gruesa asegurándole que le protegería del frió, tanto o mas que su esquimal y ligero saco.

Abrió su pequeña tienda y entró a cuatro patas como un gato. Encendió una vela que tenía cerca de su cabeza, quitó los zapatos y sin desvestirse, se cubrió con la manta de su amigo hasta la cabeza, dejando fuera su mano izquierda para sostener, bajo aquella inquieta luz, un libro de bolsillo ya empezado y se puso a leer.

Del tiempo trascurrido desde que se durmió hasta el enciendo total de su tienda, Ali nunca tuvo conciencia. Se despertó asustado cuando las llamas alcanzaron el dorso de su mano izquierda. Sintió como nunca en su vida, la voz de las llamas que le envolvían, la viva voz del infierno. Se levantó sin quitar la manta de lana gruesa que le cubría y in un salto, abandonó el núcleo de aquella inmensa bola de fuego.

Mientras sus amigos y los dos guardias nocturnos del camping acudían corriendo al incendio, él, ya a salvo, contemplaba asustado sin soltar la manta que agarraba fuertemente con sus puños, como su tienda y todo lo que había en ella se convertía en cenizas y en tan poco tiempo.

“Si en lugar de la manta hubiera tenido el saco, de material plástico, habría muerto.” pensó

Buscó con la mirada la tienda de su amigo Abdul Rahmán, a dos escasos metros, y la vio cerrada con un pequeño candado que pendía de su cremallera. Mientras sus amigos y los dos guardias le hacían preguntas, él se quedó mirando fijamente aquel candado. Su corazón asustado no paraba de agradecer a su amigo su tan oportuna ausencia.

- Sin duda alguna, fue un milagro- dijo la señora Castri cuando al día siguiente se enteró de lo que le sucedió a su único empleado-. Fue la Virgen Santa quien te mando al ángel, de tu amigo con la manta- aseguraba.

Al escuchar aquellas palabras de la boca de su patrona, Ali, que nunca antes de su llegada a Florencia había visto tanto arte clásico, no pudo reprimirse y se imaginó por un instante en el medio de un enorme cuadro de Massaccio, arrodillado ante un ángel que le ofrecía una manta y que tenía la misma cara de su amigo Abdul Rahmán. En el fondo del cuadro aparecían las tiendas de los iraquíes en el camping de Míguel Ángel, y tanto sus amigos como los dos guardias nocturnos que estaban de servicio la noche del accidente, aparecían, con las caras asustadas, reunidos alrededor de una tienda envuelta en llamas.

La señora Castri, tenía cincuenta y tantos años y se defendía bien hablando tanto en inglés como en alemán. Nació en el casco antiguo de Florencia, y a pesar de sus intentos de parecer más joven y moderna, con sus rígidas dietas de adelgazar, su pelo ondulado tenido de rubio y sus téjanos muy ajustados, a Ali siempre le pareció una autentica italiana. Una de aquellas italianas luchadoras y con garra, que salían en las películas de los cincuenta y que él veía en los cines de Bagdad.

La señora Castri, lo dramatizaba todo. Daba igual si hablaba de la economía de su parada que jamás fue boyante, del mal gusto que tenían los turistas a la hora de vestirse, del tiempo, de la política o de su perrita Laica, todo lo decía gesticulando y en un ton de voz digno de los mejores escenarios teatrales

Cada mañana a eso de las diez. Una vez que Ali ya había abierto la parada y expuesto el genero de piel italiana bajo las narices de los turistas, aparecía ella. La dueña. La señora Castri, en el fondo de las arcadas de las galerías del Uffizi, repartiendo, a diestro y siniestro, sus Bon giorno en voz alta y siempre alegre, arrastrada por su perra Furia, una pastor alemán y sujetando con el otro brazo a su otra perra Laica, una vieja caniche de pelo negro largo y ojos casi blancos por las cataratas.

Ligaba a Furia detrás de la parada para asustar a cualquier extraño al que se le ocurriera acercarse a donde estaba la caja, mientras paseaba a Laica en brazos, sonriendo amablemente en las caras de los turistas que se atrevían a jugar con su querida Laica, sin dejar de intentar, hábilmente, venderles alguno de sus artículos de piel.

Adquirió la parada numero trece bajo las galerías del Uffizi con el dinero de la indemnización que recibió de su marido Gianfranco Castri, por haber perdido su vista en un accidente de trabajo hacía ya muchos años.

Su marido, que tenía su misma edad, era un hombre alto y flaco. Y a pesar de su ceguera, cuidaba mucho su aspecto. Siempre bien afeitado, con sus trajes marrones, sus camisas de color beige, sus brillantes zapatos y su impecable sombrero. De joven fue partisano y durante mucho tiempo luchó contra el fascismo en los montes de su querida Toscana, decía. Ali y el señor Jan Franco se llevaban muy bien y pasaban todas las tardes sentados delante de la parada numero trece hablando de política.

Nunca antes la señora Castri, siendo la esposa de un rojo partisano, había demostrado tan profunda fe religiosa. Convencida de la intervención divina que salvó a su empleado decidió mover tierra y mar para ayudarle a encontrar un alojamiento digno. Desatendió a su ciego marido y a sus dos perras y usó toda su influencia como buena florentina y pasó toda la tarde noche del día después del accidente llamando por teléfono a todas aquellas amigas y amigos que podían disponer de una habitación libre para alquilarla al joven Ali.

La primera amiga que llamó se disculpó porque las dos habitaciones que tenía para alquilar ya estaban ocupadas por dos estudiantes uno de Roma y otro de Calabria, y los dos eran muy monos. Otra le dijo que su marido decidió no alquilar nunca mas su habitación a extranjeros porque no suelen ser puntuales a la hora de pagar, y ella no podía de ninguna manera llevar la contraría a su marido, concluyó.

Mientras hablaba con sus amigas y conocidas por teléfono, y cada vez que la persona que estaba al otro lado del teléfono decía algo que no era de su agrado, la señora Castri hacía muecas y gestos burlones y algunos hasta obscenos. Gestos que, a veces y sin querer dirigía al salón donde estaba sentado su marido Gianfranco junto a su perrita Laica, como para hacerlos participes, a sabiendas de que no la podían ver.

Gianfranco, ajeno a las llamadas desesperadas de su mujer, estaba en el salón, sentado en su sillón preferido, acariciando la cabeza de Laica que dormía placidamente en sus rodillas. Y con la otra mano, llevaba pegado a su oreja, un transistor que emitía en un bajísimo volumen los boletines de la tarde.

Cuando la hora de preparar la cena se le echaba encima, y después de recibir tantas respuestas negativas y excusas absurdas, la señora Castri dejó el teléfono a un lado, levantó las dos manos clamando al cielo y gritó.

_ mama mia, no me queda mas remedio que llamarla a ella_ y con pasos firmes se plantó delante de su marido en medio del salón. Recogió su pelo ondulado, tenido de rubio y cuando pudo, por fin, meter las puntillas de sus dedos en los bolsillos traseros de sus ajustados téjanos y con un tono de voz trágico y grave le dijo.

_ voy a llamar a Laora Gacometi_ y esperó una reacción de su marido que nunca llegó.

_Si, como lo oyes, la voy a llamar hora mismo, solo dios sabe lo que me cuesta a me hacer eso. Pedirle un favor a esta presumida. Pero también sé y quizás es lo que mas me jode, que solo esta zorra es capaz de encontrarme una habitación para Ali. Lo se porque su escalera esta llena de gente que alquila habitaciones,¿ entiendes?_ y sin esperar la respuesta de su marido, se dirigió nuevamente al teléfono. Empezó, bruscamente, a buscar en su agenda el numero de teléfono de Laora Gacometi. Lo encontró, lo marcó rápidamente y se quedó quieta esperando, como aquel que espera recibir una bofetada, la voz ronca de su vieja colega.

El señor Gianfranco Castri, acostumbrado al dramatismo de su mujer, no se inquietó. Subió, un poco, el volumen de su radio sin despegarla de su oreja, acarició nuevamente a su perrita y volvió a fijar su mirada hueca en el infinito espacio del salón.

Laura Gacometi. era una vieja colega de la señora Castri. Heredó de su padre la parada de souvenir numero quince en el mercado de San Lorenzo y vendía el mismo genero de piel que la señora Castri. Se consideraba una buena conocedora del mercado, donde presumía de haber nacido.

—Mi madre me parió debajo de la parada número quince en un día de verano de mucha calor —decía siempre que una colega del mercado se atrevía a llevarle la contraria.

La parada numero quince del mercado de san Lorenzo y la numero trece de las galerías del Uffizi se abastecían de una vieja fabrica cuyos modelos eran muy anticuados y dejaban mucho qué desear.

Un día, para tratar de mejorar la oferta y adecuarla a los tiempos modernos, la junta directiva de la vieja fabrica decidió reunirse con los dueños de las paradas que abastecía y escuchar sus aportaciones al respecto. Laura Gacometi, fue la primera en hablar, puesto que ella, era la única de los presentes que había nacido bajo una parada de souvenir. Propuso enérgicamente fabricar un bolso de señoras en cuyo dorso y en lugar bien visible apareciera de algún modo la estatua del rey David.

—El símbolo que más se vende de nuestra amada Florencia —dijo convencida.

—Por favor, hasta aquí podíamos llegar —exclamó la señora Castri desde la otra punta de la sala y añadió—: ¿Dónde se ha visto a una señora que se respeta, andar con un bolso en cuyo dorso aparece el rey David en pelotas?. Y todos los presentes en la sala, incluida la junta directiva de la vieja fábrica, se echaron a reír. Aquel comentario de la señora Castri fue el germen de la enemistad entre las dos colegas. Desde entonces y a pesar de las falsas sonrisas que intercambiaban cada vez que se encontraban a las puertas de la vieja fábrica, ya no se aguantaban.

Al oír desde el otro lado del teléfono la voz rogante de la señora Castri, pidiéndole por favor que le ayudara a encontrar una habitación libre para su empleado. La misma voz que en su día frustró su genial idea comercial que prepuso a la junta directiva de la vieja fabrica, Laora Gacometu, no desaprovechó la ocasión . Sabía que hacer aquel favor a la señora Castri era la mejor forma de humillarla.

_considéralo hecho querida amiga, dijo _ Mira que casualidad, mi amiga Ada Lina, que nació en esta misma escalera, ¿no sé se lo sabías? preguntó

La señora Castri, que no le pasaba por alto, la fijación de su colega por los lugares exactos del nacimiento de cada uno, retorció su cara, se apoyó en su sillón y respondió

_No, no lo sabía.

_ Pues si, es mi amiga de infancia y anda buscando a alguien, de confianza, interesado en alquilar la habitación de matrimonio que tiene disponible. La pobre, no la ha vuelto a usar desde que perdió a su marido, dijo Laora Gacometi y acto seguido añadió.

_ esta misma noche hablaré con ella. Es muy miedosa y desconfía de la gente que no conoce, pero estoy segura de que tu aval y el mío por supuesto, le tranquilizaran y mucho, ya lo creo. Dijo Laora Gacometi.

_no sabes cuanto te lo agradezco Laora, el pobre estaba apunto de morir quemado en su tienda mientras dormía, ¿te imaginas? dijo la señora Castri.

_poverino, dijo Laora Gacometi con voz falsa y continu󬬬¬¬¬¬¬_ no te preocupes, déjalo en mis manos y dile a Ali o como se llame, que pasa por mi parada mañana a eso del medio día y todo estará solucionado.

El resto de la conversación, se giró lógicamente entorno al trabajo. Las dos se quejaron de lo mal que iba la venta. Laora Gacometi aprovechó para mandarle algunas indirectas culpando por ello, los modelos tan antiguados de la vieja fabrica, asegurando que ella ya había empezado a buscarse la vida por su cuenta, la señora Castri, cansada de tanto teléfono, no quiso averiguar lo que aquello significaba y no hacía mas que darle las mil gracias una y otra vez.

Al colgar el teléfono y con la misión ya cumplida, la señora Castri se dejó hundir lentamente en su sillón en medio del paseo oscuro de su casa. La floja voz de la radio de su marido emitiendo las tertulias y los boletines como cada tarde, era lo único que se oía en el ambiente. No se sentía arrepentida por haberse rebajado tanto ante su vieja rival. Que según ella, no era mas que una cretina que a pesar de estar toda la vida trabajando con turistas, no era capaz de pronunciar una sola palabra en ingles. De repente, su perra Furia que estaba sentada en la puerta de la cocina, se levantó y empezó a llamar su atención. La señora Castri se percató de su presencia y le dijo cariñosamente _ si amor lo sé, tengo que preparar la cena_ y se levantó satisfecha, como aquel que acababa de ganar una parcela en el cielo. Acarició la cara de su pastor alemán y entró en la cocina cantando una moderna canción que se le había pegado a los oídos desde hacía ya unos días y que no sabía como traérsela de la cabeza. Aquella noche, la señora Castri decidió saltar la dieta que llevaba siguiendo con mucho rigor desde hacia mas de cinco meses y mientras cantaba bella la vita, dicevi tu, se preparó unos buenos espaguetis al ¬regu.

Aquel día otoñal de principios de los ochenta, cuando Las campanas de la iglesia de san Lorenzo daban la una del medio día, el joven Ali, con la mano izquierda prendada, llegó por fin a su destino. Quería hablar con Laora Gacometi de parte de la señora Castri, sobre la habitación libre de su vecina y amiga de infancia. Hacía frío y el mercado estaba casi vacío. Algunos turistas dispersos miraban las ofertas sin mucho interés. Ali, se ubicó en el medio del mercado y buscó con la mirada, la parada numero quince que no le costó mucho trabajo encontrarla.

La parada le resultó muy familiar ya que estaba repleta del mismo genero que él vendía. Sabía hasta los precios de cada articulo. Pero, también observó como Laora Gacometi, saltando la norma municipal que le limitaba a vender solo artículos de piel, tenía expuesta en el extremo derecho de su parada, toda una pila de gafas grandes y modernas de sol de todos los colores. Escondió Ali su mano accidentada en el bolsillo de su cazadora y se encaminó rápidamente para hablar con la dueña. Laora Gacometi, estaba sentada detrás de la parada. Justo en el lugar, donde hacía sesenta años había nacido. Envuelta en un abrigo de lana de estilo militar que le protegía del frío de la calle y llevaba un gorro negro que le llegaba hasta las orejas. Aunque el cielo, aquel día era completamente gris, Laora Gacometi, para hacer gala de su mercancía quizás, llevaba puesta unas de aquellas gafas de sol, que ella misma vendía. De montura color verde pistacho y cristales negros que tapaban sus cejas, sus ojos y la mitad de su cara. Y en la parte superior de cada cristal de aquellas gafas se veía estampada una diminuta imagen, de la estatua del rey David. la barriga de la señora Castri era tan amplia que salía prácticamente del sillón donde estaba sentada. Encima de aquella gran barriga, yacía un enorme gato persa de color ámbar que Laora Gacometi, a veces lo acariciaba y otras lo usaba, para apoyar sus codos mientras hablaba o fumaba. De vez en cuando, por descuido o simplemente sin darse cuenta, Laora Gacometi, dejaba caer la ceniza de su cigarro en cima del animal. El gato, que parecía de peluche, ni se imputaba.

La entrevista de Ali con Laora Gacomiti fue breve. Ella, se demostró amable y se preocupó por su desgraciada accidente. Ali le iba a contar el milagro de la manta de su amigo Abul Rahmán , pero se abstuvo, al ver que la atención de Laora Gacometi estaba dirigida por completo a atender los pocos turistas que de tanto en tanto se acercaban a su parada.

_Es usted muy joven Ali, la pobre Ada Lina se va a llevar un chasco con tigo, ya lo creo, dijo Laora Gacometi y le mandó una sonrisa cargada de malicia y obscenidad.

Al sonreír, su pequeña y redonda cara, se llenaba desde la boca hasta las orejas, de finas y largas arrugas que perecían bigotes y que le hacían asemejar y mucho a la cara de su gato. Solo que el tal gato, no llevaba un gorro negro, ni gafas de sol color pistacho y que tenía la cabeza mas grande que la de su ama.

_Que sea lo que dios quiere. Dejo Laora Gacometi _ Ya puede usted ir a ver la habitación. Mi amiga le esta esperando en casa_ y con un tono de picardía añadió_ ojalá que los dos lleguen a un buen acuerdo_ y como buena fumadora, se ahogó en una larga carcajada. Ali, mientras la escuchaba atentamente, se preguntaba ¿cuál de ellos dos, el gato o su ama, tenía la cara de un verdadero bicho?. Apuntó Ali, la dirección de la que, supuestamente, iba a ser su futura casa. Agradeció a Laora Gacometi su gran ayuda y se despidió amablemente, tanto de ella como de su gato persa.

La casa donde vivía la señora Ada Lina no podía ser mas céntrica. se situaba detrás de las galerías del Ofitzi a dos pasos de la casa donde nació el autor del infierno Dante Aligere. Le bastaban solo cinco minutos para llegar a su trabajo cada mañana_ mejor imposible, falta saber lo que cuesta_ se preguntó Ali y en menos de diez minutos ya estaba delante de la puerta principal que la encontró abierta. La empujó, entró, y Ágilmente subió la estrecha escalera de caracol que olía a húmedo, y cuando llegó a la puerta donde ponía 3º 2ª llamó y retrocedió un paso, esperando una respuesta.


Si la habitación le gustaba, pensó, pagaría hasta 180.000 liras al mes.


La puerta del 3º 2ª no tardó mucho en abrirse de par en par y, en el medio del marco de color rojizo barnizado, apareció una mujer de unos sesenta años, no precisamente muy bien llevados, con un ligero vestido azul con unos finos colgantes del mismo color, que pasaban por encima de su arrugado hombro. Alrededor del cuello llevaba un chal de rayas rojas y negras que tapaba a medias las partes expuestas y flácidas del pecho y de la espalda y que no hacía juego con el color rosa insinuante que decidió ponerse en los labios para la ocasión. El pelo lo tenía recién arreglado, como si acabara de salir de la peluquería, y la gruesa capa de maquillaje que cubría su rostro delataba la escasa luz que debía de usar a la hora de arreglarse.


Le clavó la oportuna mirada inquisitiva habitual en casos en los que la jerarquía social está perfectamente definida, y con un marcado acento florentino, le dijo.


—Entonces es usted el que me mencionó mi amiga Laora. ¿usted trabaja con la señora Castri verdad? No esperaba que fuese tan joven.


La clara decepción con la que pronunció esas palabras, evidenció que los cálculos de la señora Ada Lena iban por otro lado.


—si, llevo dos años trabajando con ella, respondió Ali.


Una vez desaparecida la posibilidad de un flechazo a primera vista y visto que el muchacho era de fiar ya que venía avalado por su amiga y la señora Castri. La señora Ada Lena, resignad, decidió ir al grano y le dijo.


—Escuche, joven, mucho me temo que las condiciones de esta casa no le van a gustar. Pero por mí, adelante.


—¿Cuáles son sus condiciones?


—Ciento cincuenta mil liras al mes, sin derecho a cocina, prohibidas las visitas sin permiso, sobre todo las femeninas, eso por un lado.


—Hasta aquí bien —dijo él sin poder disimular el júbilo que le invadió al escuchar aquellas palabras, contaba con que tendría que pagar más.


—No se precipite, joven, todavía no he acabado —dijo la anciana más coqueta de toda Florencia, y echó una ojeada a una jaula colgada al principio del pasillo oscuro de su casa.

En la jaula había un loro, y no hacía falta saber mucho de loros para deducir que tenía más años que su dueña. Tenía medio cuerpo fuera, apretado entra las rejillas, como un notario revisando todos los detalles y condiciones de un posible acuerdo, entre su dueña y semejante intruso.


—No tengo ninguna alergia a los pájaros —dijo él al tiempo que enviaba un tímido saludo al loro.


—¿Y a su canto por la mañana? —preguntó la señora, y añadió—: Esta preciosidad de animal me despierta con sus gritos cada mañana a las seis en punto, ¿certo, amore?


—Puedo dormir incluso en medio de un carnaval, el ruido no me molesta, no se preocupe. Dijo él, tranquilizándola con una sonrisa.

Las personas cuyo comportamiento roza lo grotesco siempre le habían fascinado, las prefería a aquellas preocupadas sólo por guardar las formas, las que lo esconden todo adentro y fingen, como él. Cuanto más extravagante fuera la persona, más fascinación sentía por ella. Y allí la tenía delante, justo en el medio del marco rojizo de la puerta, con su vestido azul colgando de sus huesudos hombros, su pañuelo de rayas negras y rojas y su loro, que no bajaba la guardia en ningún momento. Le parecía una obra maestra, llena de vida y colores, una más, de tantas que abundaban en aquella ciudad.

—Ven, mi amor, ven con tu mamma. Dijo la dama florentina mientras se agachaba a recoger lo que parecía un gato, que salió de una puerta medio abierta situada al lado izquierdo del pasillo.


El gato sacó primero la cabeza y las dos manos, y cuando aceleró el paso acudiendo a la llamada de su ama arrastraba detrás de sí la otra mitad de su cuerpo, como si fuera un trapo. La señora Ada Lena cogió al gato, y lo levantó en el aire, dándole besos en la cara. La parte trasera del gato, como un péndulo, se movía en todas direcciones.

Ali, la quedó mirando sin perder su amable sonrisa y se acordó como, de niño, perseguía con un palo a los gatos que se atrevían a entrar en la cocina a robar la carne, mientras su madre preparaba la comida.

—Salvatore y yo lo recogimos en la calle cuando era muy pequeño. Al pobre lo atropelló una moto, le pasó por encima, casi lo parte por la mitad, no pudimos dejarlo solo y decidimos traerlo, míralo, aquí lo tienes. —Escondió con cariño la cabeza del gato entre el cuello y su desnudo hombro y lo empezó a achuchar como si fuera un niño—. Ya lo ves, muchacho, estos animalitos, y yo, formamos esta gran familia —añadió.

—Sí, ya lo veo —dijo Ali.

—Entonces, si no tiene nada que añadir, pasamos a ver la habitación, ¿le parece?

Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta de donde había salido el gato. Se despidió del loro tocándole el pico con un dedo y abrió la puerta de par en par, encendió la luz, y se plantó, con el gato en los brazos, en medio de aquella habitación.


Él la siguió hasta llegar a la puerta y, sin atreverse a entrar, echó una ojeada a lo que sería su hogar.


—Desde que murió mi marido, que en paz descanse, no he vuelto a dormir aquí.

Lanzó un beso cariñoso hacia un retrato de grandes dimensiones que había colgado en la pared derecha de la habitación. En él aparecía un hombre de mediana edad, con una sonrisa de galán de cine, vestido con un traje oscuro y una camisa blanca sin corbata. Tanto por la vestimenta como por el corte de pelo y el modo de llevar el bigote, se podía deducir que aquella foto tenía treinta años como mínimo.


—¿Su marido? —preguntó él sin esperar respuesta, y se apoyó en el marco de la puerta.


—Mi Salvatore, quince años casados, nos conocimos en Bélgica, vendiendo helados los dos. Mire, venga conmigo.


Lo agarró de la mano y lo llevó hasta un mueble situado entre el retrato de don Salvatore, y la esquina. El mueble tenía tres grandes estanterías, repletas de fotos de varios tamaños, la mayoría en blanco y negro, y en todas ellas aparecía la pareja, en diferentes poses que correspondían a etapas de su feliz matrimonio, gato y loro incluidos.


La habitación no le pareció del todo mal. De no ser por los muebles viejos y grandes, hasta podía resultar amplia y alegre. Al lado del retrato del marido había una ventana que daba a un patio. Enfrente se veía una puerta cerrada y a continuación una pequeña mesa, donde reposaba un radiocasete de modelo antiguo, junto a una botella, ya estrenada, de un famoso aperitivo italiano .


La cama de matrimonio, de madera oscura, gastada con el tiempo, ocupaba más de la mitad del espacio de aquella habitación.


Del techo, encima de la cama, pendía una gran lámpara de cobre adornada con lágrimas de cristal blanco de varios tamaños. La luz que emitía era tan tenue y amarillenta que hacía parecer más viejo todo lo que recibía su influjo. Entrando, a la izquierda, había un armario de seis puertas, que ocupaba toda la pared hasta el techo, y que exhibía el mismo aspecto decadente de la cama. La señora Ada Lena se dirigió hacia la puerta cerrada y la abrió mientras decía:


—Aquí está el baño, será para usted solo, yo tengo el mío junto a la sala. Aquí no le va a molestar nadie, quizás el gato, porque ha dormido toda su vida debajo de esta cama, y desde que decidí alquilar la habitación, lo estoy acostumbrando a dormir conmigo, en la cocina, pero no hay manera —dijo mientras daba besos al cogote del animal.


Al darse cuenta de que el joven por fin se atrevió a entrar, se despidió de su gato, dejando, primero, la mitad muerta bien estirada en el suelo. El gato, o la parte viva de él, al verse librada de los manos de su dueña, emprendió su andar lento hacia la salida de la habitación, arrastrando dos patas y una cola de color de muerte. Mientras contemplaba la odisea de aquel gato desapareció de su rostro la sonrisa de falsa amabilidad, que trató de mantener a lo largo de todo el encuentro: se cambio por una expresión que no pudo controlar, una expresión más sincera, en la que se mezclaba el asco con la lástima.


—Una ultima cosa, y ya no molesto más —dijo la señora Ada Lena al tiempo que sacaba de su bolsillo una pequeña llave, que parecía de un mueble.

Él seguía con la mirada toda la trayectoria del gato, hasta verlo desaparecer por el pasillo. Ada Lena, se dirigió hacia el gran armario, y comenzó abrir las seis puertas de aquel monumento, una tras otra.


—Aquí guardo mi ropa, cada prenda que vea usted tiene un valor sentimental para mí. No me atrevo a desprenderme de ninguno de estos trapos, y tampoco tengo otro sitio donde guardarlos, de modo que, si usted quiere quedarse con la habitación, dispondrá sólo de este espacio.

—Señaló la última puerta del armario, que estaba totalmente vacía.


El resto, del mueble en cambio, se encontraba repleto de todo tipo de vestimenta femenina. Ropa de todas las épocas del año, y de tendencias que abarcaban varias décadas. Trajes formales, otros no tanto, abrigos varios, sombreros, bolsos, zapatos de tacones altos, sólo se echaba en falta el vestido de la primera comunión.


—Mire, joven, de esta habitación no quiero que se cambie nada, usted me parece buena gente, y la señora Castri hable muy bien de usted. Y eso me tranquiliza. —Cerró las puertas de su colección de alta costura y volvió a guardar la llave en su bolsillo, y añadió—: Piénselo bien, no hace falta que me lo diga ahora, la respuesta la puede dar a la señora Gacometi.

Y se cruzó de brazos esperando alguna reacción. Mientras tanto, él vacilaba entre despedirse de la señora Ada Lena y de sus animales de compaña, dándole las gracias por su confianza, y volver a buscar una habitación a la ciudad dormitorio. O vivir rodeado de animales, a dos pasos de donde nació el autor de la divina comedia y dejar que don Salvatore velara por sus sueños, sueños que a partir de entonces olerían a gato.


Decidió quedarse, y la señora Ada Lena no tardó mucho en incluirle en sus oraciones. Rezaba cada noche, después de dejar preparado, encima de una silla, cerca de su cama plegable en la cocina, el conjunto de ropa que se pondría la mañana siguiente, junto a los zapatos y la barra de pintalabios del color que luciría su arrugada boca.

Él, por su parte, se alió con su nueva patrona y ama de llaves contra su vecina, la señora Laora Gacometi, quien resultó no ser más que, palabras de Ada Lena, “una vulgar vendedora de bolsos del mercado de San Lorenzo”, que tenía la santa costumbre de pasear por la escalera con ropa de andar por casa, acompañada de su enorme gato persa de color ámbar, para presumir y dar envidia a la pobre señora Ada Lena y su desgraciado gato.

Un año después, cargando con una pequeña mochila a sus espaldas, Ali abandonó el tren que le trajo desde Rímini. Había ido a pasar su primer mes de vacaciones desde que era empleado de la señora Castri, visitando unos paisanos que trabajaban durante el verano en la costa del adriático.

Nunca antes se había ausentado tanto de Florencia. Santa Maria Novella, la estación de tren, aquella tarde, latía de vida.



Siempre le gustaron las estaciones de tren. Tanto, o más que el propio viaje. Y cada estación según él, tenía su propio carácter y personalidad. Algunas coquetas y frívolas, otras duras y ásperas, y las había inseguras y vulgares.

No quiso pasar primero por su habitación. Tenía muchas ganas de ir a saludar a sus amigos pintores iraquies que, con un día tan espléndido como aquél, estarían todos trabajando, haciendo retratos y caricaturas debajo de la Galleria degli Uffizi. Se dirigió a la consigna de la estación y guardó su mochila en uno de los muchos cajones metálicos que llenaban aquella sala.


Guardó la pequeña llave en el bolsillo y apretó el paso hacia la salida de la estación. Bañada por la luz deslumbrante del sol, la fachada de la iglesia de Santa Maria Novella, con sus rayas negras y blancas, parecía darle la bienvenida desde el otro lado de la plaza.


Se encaminó hacia el Duomo con la intención de girar luego a la derecha y entrar en los bajos de la Galleria degli Uffizi cruzando la Piazza della Signoria, cuando notó que lo llamaban. Era un amigo muy próximo a él, que vivía a sólo una calle de la estación.

Se saludaron con afecto, dándose besos en las mejillas, como es costumbre entre los iraquíes.


—Han pasado dos meses o más —dijo él alegremente.


—Y yo la mitad de ellos buscándote. No sabía nada de tu viaje —replicó su amigo.

—Lo decidí a última hora, todos los de la plaza lo sabían —dijo, aludiendo a los otros amigos.


—Yo allí no voy, ya lo sabes.

Siguieron caminando a paso lento hacia el Duomo, mientras el sol apresuraba su retirada arrojando sus últimos rayos sobre los rojos tejados de Florencia. A pesar del poco tiempo que llevaban juntos, le pareció que su amigo estaba un poco inquieto. Cambiaron de planes y decidieron girar antes de llegar a la catedral, se encaminaron hacia el Arno y luego cruzaron el Ponte della Trinità y se dirigieron a la Piazza del Santo Espirito, donde tomaron un vaso de vino y esperaron a que llegara la hora de cenar.


Cuando las campanas de la iglesia de Santo Espirito anunciaron las nueve en punto de la noche, los dos amigos ya habían tomado dos vasos de Chianti y estaban a punto de liquidar el tercero.


—¿Te imaginas? En Rímini sirven el vino tinto frío en el verano, ¿qué te parece? —comentó él.

De un solo trago apuró el contenido del vaso.


—Ya lo sé, horroroso. —Después de una breve pausa, su amigo preguntó, mientras golpeteaba suavemente la mesa con las puntas de los dedos—. ¿Tenemos hambre, o qué?


—Sí, me parece que sí, vamos —dijo él y se puso en pie.

Los tres vasos de vino en su estómago vacío se hicieron notar.


El restaurante Los Cuatro Leones, donde solían ir a cenar en ocasiones como aquélla, no se encontraba muy lejos, y en menos de diez minutos ya estaban sentados a una de sus mesas. Estaba vacío. Una pareja en el fondo del local, que ya estaba servida, formaba toda la clientela en aquel momento. Y eso aceleró el proceso; el Chianti no tardó en hacer acto de presencia.


—Has tomado mucho el sol, por lo que veo.


—Sí, he estado yendo mucho a la playa, hice un montón de apuntes a la acuarela, ya verás.


La sospecha de que su amigo escondía algo, que no parecía precisamente bueno, no le abandonó en ningún momento. Se conocían bien y desde hacía mucho tiempo.

«No tardará mucho en soltarlo», pensó mientras servia el vino.


Por lo demás, todo fue como de costumbre. El primer plato y parte del segundo, más una botella de vino, sirvieron para hablar un poco de arte y mucho de política. La segunda botella la dedicaron única y exclusivamente a rescatar anécdotas del pasado.


Los dos formaban un dúo perfecto para tertulias de ese tipo. El uno cazaba al vuelo las indirectas del otro, y a medida que avanzaba la cena, las risas tímidas y respetuosas del principio pasaban a convertirse en carcajadas que rozaban el escándalo.


—¿Qué tal la familia? —preguntó el amigo, dando a entender que la pregunta no era más que eso, una simple pregunta.


—Bien, precisamente el mismo día de mi viaje a Rímini recibí una carta de mi hermano. Bien, todos están muy bien.


Habían pasado más de tres horas, y el semblante cansino de los camareros recogiendo las mesas, anunciaba el fin de la velada. Su amigo, que tenía la cabeza gacha desde hacía ya algún tiempo, pues tanto vino había empezado a surtir efecto, la levantó y le clavó la mirada, diciendo.


—Escucha, te voy a decir algo que no te va a gustar, pero me siento obligado, como amigo, a decírtelo. —Las palabras de su amigo y la forma de dirigirse a él advertían de la gravedad del asunto. «¿Qué habrá pasado en mi ausencia?», se preguntó —. Siento decirte que tu hermano te miente, porque tu madre murió hace seis meses, me lo dijo mi sobrino por teléfono, por eso te andaba buscando.


En el arte de la simulación, las cosas no le iban tan mal. Sabía encajar los golpes con cierta elegancia. Y cuando venían calamidades era capaz de mantener el tipo y poner una cara de lo más amable, sonrisa incluida, y actuar como si no pasara nada. Sólo en las fronteras era incapaz de disimular, y la señal de fugitivo que quedó marcada en su cara desde que escapó de su país saltaba a la vista. Lo interrogaban cada vez que cruzaba una frontera.


Cuando su amigo se quitó aquel peso de encima, a él lo que le inquietaba de verdad era que el restaurante estaba cerrando y los camareros no tardarían en pedirles que abandonaran el local. Dividió lo que quedaba de vino en la botella entre los dos vasos, y levantó su copa en señal de brindis, bebieron, se levantaron y se dirigieron, con pasos torpes, a la salida. La brisa otoñal que le acarició la cara nada más salir le hizo sentirse más animado. Se quedaron los dos parados enfrente del restaurante como para despedirse, y él le dijo a su amigo en un tono de voz que el vino que llevaba en el cuerpo ya se había encargado de elegir.


_Yo estaba preparado para recibir la noticia de la muerte de mi madre, claro que sí, ¿acaso esperaba que mi santa madre fuera eterna? Pero ¿por qué me arrebataron el llanto por su muerte?


Mientras hablaba miraba fijamente el cartel que anunciaba el restaurante y en el que aparecían las cabezas de cuatro leones pintadas al acrílico en colores ocres y marrones, y abajo el nombre del local escrito con letras de color rojo. Por un instante pensó que el pintor no se había empeñado a fondo a la hora de hacer semejante cartel.


—¿Adónde vas hora? Preguntó su amigo


A cualquier sitio menos al tercero segunda, dijo sin levantar la mirada del cartel.

Los Cuatro Leones no tardó en cerrar sus persianas y apagar sus luces y sus camareros y cocineros salieron como pájaros enjaulados y se desvanecieron en las calles oscuras de Florencia.


—Puedes pasar la noche en mi casa, así saludas a Maria y a Ivan, que siempre preguntan por ti —dijo su amigo.


—No —dijo él—, pasaré mañana a saludarlos, te acompaño hasta la plaza y luego me iré.

Echó a andar sin esperar respuesta de su amigo. Esta vez, cruzaron el Arno por el Ponte Vecchio, que estaba desierto, sólo una joven pareja de heavies dormía abrazada en una de sus esquinas, con un perro vigilante a su lado.


Cuando llegaron a la Piazza de Santa Maria Novella, su amigo le pidió por segunda vez que pasara la noche en su casa, pero él volvió a rechazar la invitación diciendo que prefería hacer una visita a I Fiori del Male para tomar un poco más de vino antes de irse a dormir. Y se despidieron.


I Fiori del Male era un local nocturno que sólo admitía socios, al que él solía ir a rematar sus borracheras, charlando hasta las tantas de la madrugada con algún que otro amigo iraquí, pues varios frecuentaban aquel local. Estaba detrás de la catedral, en la Via dei Servi.


Andando lenta y torpemente, se dirigió hacia su destino. Y cuando se alejaba de la plaza se acordó de que su mochila, todavía estaba en la consigna de la estación del tren, que aparecía al otro lado de la calle, repleta de gente que entraba y salía cargada de todo tipo de maletas y maletines. Algunos, recién llegados, esperando coger un taxi, y otros corriendo como podían para no perder su tren. Era el único sitio que latía de vida en una Florencia que ya dormía.


A medida que avanzaba la noche, el frío otoñal se dejaba notar y una espesa niebla envolvía las calles desiertas de la ciudad. La noticia de la muerte de su madre empezaba a calar hondo.


Cuando por fin llegó a I Fiori del Male encontró el local semivacío, no había nadie con quien pudiera compartir mesa y hablar. Lamentando haber rechazado la invitación de su amigo, se dirigió hacia la barra y pidió un vaso de vino.


«Es muy tarde, y a estas horas es difícil que aparezca alguien», pensó mientras se tomaba el vino. Al parecer, quedarse solo no fue una buena idea, y desde que se despidió de su amigo un estado de angustia se adueñó de su ánimo.


¿No habría sido mejor quedarme en mi país. Habría podido enterrar a mi madre y llorar su muerte junto a los míos. Además, ¿por qué me había mentido mi hermano? ¿Qué pretendía? ¿Ahorrarme la pena por la muerte de mi propia madre? ¡Qué absurdo! Tomó lo que le quedaba de vino en un sorbo.


La noche en I Fiori del Male no estaba animada ni mucho menos, y de repente se le ocurrió que su amigo, Abdul Rahmán, el de la manta que era otro habitual del local, a veces, cuando llevaba unas copas de más, iba a la pizzería del Ponte della Trinità, que también solía cerrar tarde, y acababa allí la juerga echando en una gramola una moneda de cincuenta liras por canción. Le gustaba mucho Julio Iglesias, y, sin entender nada de lo que decían sus canciones, le parecía la voz más nostálgica que había escuchado.


Calculó que un poco más de vino le ayudaría a afrontar el camino hacia su nuevo destino. Llamó a la tabernera y pidió una nueva ración, que bebió rápidamente. Pagó y se dirigió a la salida.


Florencia es una ciudad que durante el día se muestra muy amable. Su típica cortesía burguesa se puede palpar en las calles después de cada roce con algún extraño, por mínimo que sea el contacto. Quizá por tanto exhibirse ante los ojos de sus numerosos visitantes durante el día, cuando cae la noche se vuelve áspera y todo en ella se convierte en íntimo y privado. Él, que después de una ausencia de más de dos meses había llegado de la costa con ganas de estar de nuevo en la ciudad que tanto añoraba, encontró una Florencia que le daba la espalda.


Y todo el esplendor que lucía bajo la luz del día se trasformó en una especie de decorado, ideal para rodar una escena de terror. Sus monumentos, iglesias, y calles medievales, libres de los habituales turistas, iban adquiriendo a sus ojos, un aspecto fantasmagórico.


Volvió a cruzar el Arno por le Ponte Vecchio, y vio por segunda vez a la pareja joven durmiendo. Al oír los pasos del transeúnte, el guardián canino se puso en alerta y no le quitó ojo hasta verlo desaparecer en la calle paralela al río. Aceleró como pudo los pasos, pensando en lo agradable que resultaría el calor del horno de aquel local, el vino rosso, las charlas con su amigo Abdel Rahmán, y por supuesto, la voz nostálgica de Julio Iglesias. En cinco minutos se plantó delante de la pizzería, que estaba cerrada.


El local hacía esquina con aquel puente, y parecía haber estado abandonado desde hacía bastante tiempo. Sus luces, que normalmente parpadeaban anunciando su nombre, Pizzería Il Ponte, estaban del todo apagadas, y de su interior no se recibía ninguna señal de vida. Se acercó a la persiana que estaba bajada del todo. Y, leyó en un pequeño cartel colgado en el medio: «Cerrado por vacaciones».


Aquella noche, pues, no sólo se quedó huérfano de madre, sino de amigos también, y no le quedaba más remedio que hacerse a la idea de volver a su habitación y dar por acabada la ceremonia de bienvenida que le había preparado Florencia.

Eran las dos y media de la madrugada, se dirigió hacia donde vivía dando pasos lentos y cansados. Había estado bebiendo vino desde que llegó de Rímini, y aún tenía ganas de emborracharse. Se acordó de la botella del aperitivo que se le había dejado la señora Ada Lena, cuando alquiló la habitación hacía ya seis meses y que nunca se le ocurrió hasta entonces tocarla, y la consideró como último recurso.


Eligió esta vez cruzar el río por el Ponte della Trinità, que estaba envuelto en una espesa niebla por la humedad del Arno. Y cuando llegó a la mitad del puente, se paró detuvo a observar el suave flujo del agua. Era tan mansa que los reflejos de las farolas que iluminaban el puente, apenas se movían.


Sacó un cigarrillo, lo encendió y se apoyó fumando en el puente, con la mirada perdida en el río. Le temblaba la mano cada vez que querría dar una calada. De repente, el tableteo de unos tacones hizo vibrar el suelo del puente bajo sus pies. Entre la niebla apareció una mujer de unos cuarenta años con una falda corta, blanca y muy estrecha, lo que hacía aún más grotesca su enorme figura, y una blusa del mismo color con un escote que dejaba fuera casi por completo su gran pecho. El brillo de sus zapatos blancos cortaba la noche cada vez que cambiaba de postura.


Las ganas de hablar con alguien le impidieron ser sarcástico y preguntarle si Fellini estaba rodando alguna película cerca, y si ella había pedido diez minutos de descanso para fumar su cigarrillo. Ella se apoyó a su lado y le pidió fuego. A él le volvieron a temblar las manos de frío al ofrecerle fuego. La mujer sujetaba un cigarro entre sus dedos de largas uñas pintadas de color rojo, se inclinó hacia el fuego y aspiró una calada que consumió medio cigarrillo. El tabaco ardiendo iluminó su oscura silueta. Apartó el brazo, sacando todo lo que tenía de pecho, levantó la cara hacia el cielo, liberó de golpe todo el humo que guardaban sus pulmones y siguió con la mirada el humo que se mezclaba con la niebla.


Cuando él era niño, su tía Fadila le contaba sus versiones de Las mil y una noches cada vez que iba de visita a casa de sus padres, y siempre le decía: «Si de repente ves aparecer a alguien vestido de blanco, tú, hijo, no tengas miedo, es una buena señal».


—¿Tú estabas aquí cuando este río inundó esta mierda de ciudad? —preguntó él sin apartar la mirada del río.
—No, caro mio, yo me fui de vacaciones, ¿no te jode?, claro que estaba aquí, he nacido en esta mierda de ciudad —dijo la mujer de blanco y se apoyó dando la espalda al río, mientras sequía fumando.

Con la mano que tenía libre, pasaba suavemente sus afiladas uñas por detrás de la oreja del joven. Él, sin mostrar rechazo alguno, siguió mirando al río y dijo.

—¿Qué habría sido de Florecía sin Masaccio? Parece mentira, un río de mierda como éste, estaba a punto de acabar con su mejor obra. ¿Sabes?, cuando murió tenía casi mi edad.


La mujer, al ver que su presa, con la borrachera que llevaba, era pan comido, dejó de acariciarle la oreja, y volvió a mirar al río, dejando que su hombro tocara el del joven.


—La ciudad donde nací también la divide un río, el Tigris, ¿lo conoces? —preguntó el.
—Me suena, amor mío, pero ahora no caigo.

Empezó acariciarle el pelo.


—¿Y Bagdad?, ¿te suena, Bagdad?


—¿Bagdad? ¿Eres de Bagdad? —Soltó una carcajada que hizo pedazos el silencio que reinaba en aquel momento, y sin parar de reír, dijo—: Alí Babá, ¿la mama dove està?


—La mama ya no está —respondió él, mirando fijamente al río.


—Pareces solo y triste muchacho, dijo ella, y apuró lo que le quedaba de cigarro, tiró la colilla al agua, y aproximó su boca hasta a tocar con sus labios la oreja del joven.


—Me llamo Tamara, la reina del puente. Cobro cincuenta mil liras, ven conmigo y no lo lamentarás —susurró, y lo agarró de la mano como se fuera un niño.

Se encaminaron hacia el lado donde estaba la pizzería. El Ponte della Trinità volvió a vibrar bajo los pies de su reina. Y como una fiera arrasando la carne fresca con que le obsequió la noche, desapareció en una de tantas callejuelas, llenas de niebla, que desembocaban en el inicio de aquel puente.


Lo que pasó después siempre ha estado confuso en su cabeza. La puerta de madera de la casa donde entró, el pasillo oscuro, una habitación cerrada con la luz encendida donde se escuchaba la suave voz de Adriano Celentano cantando E' inutile suonare qui non vi aprira' nessuno il mondo l'abbiam chiuso.


Y luego, la estancia de la propia reina. Su cama en el medio, la palestra del deseo y del delito. El olor a perfume barato. Pañuelos, muchos pañuelos de colores colgados en cada esquina de la cama y en cada pared.


Y ella, con su enorme cuerpo desnudo que parecía una diosa de Babel. Sus carcajadas. Su boca que no tenía más de seis dientes negros de tanto fumar.


Y el llanto. Su llanto. Lloró como un niño asustado, refugiándose en el pecho desnudo de aquella mujer. La sensación de sus mejillas resbalando encima de aquel pecho mojado por sus lágrimas no le abandonó durante mucho tiempo.
Y ella, mientras, le acariciaba el pelo, invitándolo a llorar.


—Piange, bambino, piange la tua mama —le decía, sin poder evitar alguna que otra carcajada.

Florencia sentía pena por él, y él lo sabía.


Al pagarle las cincuenta mil liras, la que dijo llamarse Tamara, le guiñó el ojo diciendo.
—Escucha, Alí Babá, este llanto vale más de cincuenta mil liras, y volvieron a oírse sus sonoras carcajadas.


Cruzó el pasillo oscuro hacia la puerta, este vez sin la voz de Adriano Celentano. La abrió y salió a la calle. Y otra vez la niebla y el frío llenaron sus pulmones. No sabía hacia dónde dirigirse, quería cruzar el Arno y volver a su habitación, alcanzar cuando antes la cama, dormir, y esperar al día siguiente la resaca.


Aquel laberinto de calles le pareció interminable. Y cuando llegó al Ponte Vecchio, el perro que velaba por la pareja de jóvenes, que seguían durmiendo en la esquina, esta vez no se puso en alerta, como si lo hubiera reconocido. Las mansas aguas del Arno seguían ajenas a lo que ocurrió.


Cruzó los bajos de la Galleria delli Uffizi, giró a la derecha y entró en la Via dei Neri. A los pocos minutos ya estaba abriendo la puerta del edificio donde vivía. El olor a humedad vieja, que ya había olvidado durante su estancia en Rímini, le dio la bienvenida.


Cansado subió la escalera de caracol y llegó a la puerta del tercero segunda, la abrió con cuidado para no despertar a la señora Ada Lena, ni a su loro, ni a su gato.


Consiguió entrar sin hacer ruido y cerró la puerta detrás de sí. La puerta de la cocina estaba medio abierta y la luz de la calle que penetraba a través de la ventana se proyectaba encima del lecho donde dormía la señora Ada Lena, de espaldas a la puerta. Sólo se veía su cabeza cubierta por una fina red, para proteger su peinado mientras dormía. Y en la silla que había al lado de la cama se veía un vestido blanco estirado con mucho cuidado, como era costumbre en ella, un par de zapatos del mismo color y una barra de pinta labios.

Él abrió la puerta de su habitación, entró y cerró. Encendió la luz, y en lo primero en que se fijó fue en la botella del aperitivo que permanecía en el mismo lugar. Le dio asco nada más verla.


Todo estaba tal como lo había dejado, la lámpara con su luz amarilla, la cama preparada, el gran armario, la colección de los momentos felices del matrimonio de la señora Ada Lena, y el retrato de su difunto marido.


Se sentó en medio de la cama para quitarse los zapatos y se asustó al ver al gato de la señora Ada Lena salir de debajo de la cama. Pasado el primer impacto, separó los pies para dejar pasar al gato y se quedó mirándolo.


Hasta entonces no había sentido mucha simpatía por aquel gato, y protestaba cada vez que lo encontraba arrastrándose en su habitación. Pero aquella vez no sintió lo mismo, tal vez la borrachera y su estado de ánimo fueron los culpables.
Por primera vez se inclinó a recogerlo. Lo levantó a la altura de su cara y esperó hasta que la mitad muerta del gato dejara de moverse.


El gato, resignado a estar en sus manos, cerraba y abría los ojos cada vez que recibía el aliento del vino, que visiblemente le molestaba.


Acercó la cara del gato a la suya, y le dijo en voz baja.


—Escucha, gatito, tú y yo nos parecemos. Cada uno de nosotros dos, arrastra, para sobrevivir, una parte muerta. Tú, por culpa de aquella maldita moto, que te partió en dos, y yo por culpa de la barbarie.


Echó una ojeada al retrato de don Salvatore con su sonrisa de galán de cine, y le pareció que la única razón por lo que se hizo aquella instantánea, hacía ya más de treinta años, era para testimoniar aquel momento.


Besó al gato en la frente, y como había visto a la señora Ada Lena hacer, estiró la parte muerta del gato en el suelo antes de soltarlo y dejarlo andar. Volvió a abrir la puerta de su habitación, y se quedó contemplando el lento andar del gato, hasta verlo desaparecer. Cerró la puerta, apagó la luz, se quitó los zapatos y se tendió vestido en la cama. Cansado y casi mareado, cerró los ojos y pensó que nunca volverá a escribir a su familia, pensó también en la señora Ada Lena y su vestido blanco esperándola en la silla, y quiso adivinar el color con que se pintaría los labios por la mañana.

—Rojo pasión —dijo en voz alta.

Barcelona, diciembre de 2010.

1 comentario:

Anónimo dijo...

extraordinario!!!