miércoles, 27 de febrero de 2008

Nacido el 1 de julio (born on the first of july)


—Llovía, y yo me preparaba para ir al cine cuando de repente se oyeron tus gritos al nacer. Me quité la gabardina y, con un lápiz de color, marqué el seis de octubre. Aquí, mira —dijo, señalando la esquina superior de la puerta de su habitación.

Yo tenía sólo diez años cuando mi tío Fajr al Din me contó esta historia. Ahora tengo cincuenta y cinco y todavía conservo la imagen de aquella nota de lápiz de color en la esquina de la puerta de su habitación. Entonces vivíamos en la parte vieja de Bagdad. Cuento esto porque la inmensa mayoría de los iraquíes nacimos el 1 de julio. Eso aparece en nuestros documentos y se debe según mi tío a que cuando, a principios del siglo pasado, al comenzar su reinado, el rey Faisal I quiso otorgar a todos los iraquíes el primer documento de identidad, se encontró con que la mayoría de sus súbditos no sabían en qué día habían nacido.

Porque en aquel Irak de principios del siglo pasado la historia se narraba de otra forma.
Era algo normal en mi casa, por ejemplo, oír a mi madre decir:

—Vuestra hermana nació en primavera, porque todavía recuerdo que el aroma del raski llenaba toda la casa.

El raski es un tipo de flor cuyo olor le gustaba mucho a mi padre, un olor del que encuentro impregnada hoy toda mí ya remota infancia. Y cuando de niño preguntaba a mi madre cuántos años tenía, ella siempre me respondía de la misma manera:

—Tenía yo más o menos la edad de tu sobrina la última vez que el Tigris inundó Bagdad.

Y yo en vez de ponerme a averiguar con exactitud la edad de mi madre encontraba más interesante imaginar cómo sería Bagdad sumergida bajo las aguas del Tigris. Así eran las referencias tanto de mi madre como de mi padre a la hora de contarnos algo que había sucedido hacía tiempo. Otra referencia importante de esta misma época era el saqueo de los judíos de Bagdad.

—Aquello sucedió dos años después del saqueo de los judíos —decía mi madre para situar a sus oyentes más o menos en el tiempo, y a mí me ponía a imaginarme a los bagdadíes saqueando a sus vecinos: ¿cómo serían las caras pobladas de largas barbas blancas de los flacos rabinos a la hora de perderlo todo?—. Nadie quería abandonar Bagdad, los obligaron —explicaba mi madre.

No sé por qué, siempre creí mientras imaginaba a los judíos abandonando Bagdad a oscuras, emprendiendo un misterioso y forzado viaje hacia su tierra prometida, que a modo de venganza se habían llevado a escondidas, debajo de las largas y blancas barbas de sus rabinos, y para siempre, parte de la magia que tenía esa ciudad.

Así se contaba la historia, por lo menos en mi casa y en aquellos tiempos.

El rey Faisal I decidió elegir el 1 de julio y ponerlo en el registro civil como fecha de nacimiento de todos los iraquíes. Según algunos, era la fecha del nacimiento del rey y según otros, como mi tío, la elección se debió a que es el día que divide el año por mitad. Pero la costumbre de nuestros padres de no acordarse de las fechas exactas de tales acontecimientos se mantuvo hasta bien entrado el siglo pasado, cosa que al parecer indignaba mucho a mi tío, por lo que en aquella ocasión me dijo señalando aquella nota:

—En esta ciudad nadie se acuerda del día en que nació. Acuérdate tú del tuyo.

No sé hasta qué punto será cierta la historia del rey Faisal I, pero aquella decisión de asignarnos a todos el mismo día de nacimiento parece el anuncio de que todos compartiríamos el mismo destino fatal. Un destino que culminó con un periodo de más de treinta años de dictadura durante el cual Irak sufrió tres guerras, la primera de las cuales duró más de diez años, un embargo de casi doce años y el exilio de más de cuatro millones de iraquíes repartidos por todo el mundo.

Cuando volví a Bagdad después de una ausencia de casi treinta años, toda la ciudad olía a quemado. La última guerra había acabado hacía poco. Dejé pasar unos días y luego decidí ir a ver a mi tío Fajr al Din. Quería contarle lo que sucedió con mi fecha de nacimiento y también aclarar con él ciertos recuerdos de mi infancia que se habían ido haciendo borrosos a lo largo de mis años de exilio.

—No te preocupes, lo tiene todo guardado y ordenado, como es costumbre en él —dijo mi hermana.

Mi tío era un hombre muy meticuloso y desde muy joven trabajó en el Ayuntamiento de Bagdad como delineante. Allí, entre planos y mapas, pasó casi toda su vida. De soltero vivía con nosotros y era uno más de la familia. Nos hizo fotos a todos, tiene casi toda nuestra infancia guardada en un montón de fotografías que se han ido volviendo amarillas con el tiempo. Le gustaba mucho el cine, fue él quien me llevó por primera vez a ver una película, una de cine negro. En aquel momento comprendí por qué mi tío siempre llevaba una gabardina blanca y un sombrero.

—Se ha vuelto sordo, seguro que te va a pedir que la próxima vez que nos visites le traigas uno de estos aparatos que se ponen en la oreja —dijo mi hermana mientras subía al coche de mi primo, el cual me llevaría, junto a mis hermanas, hasta la casa nueva de nuestro tío.

El vano intento de encontrar la casa nos tomó casi toda la tarde. No había manera, dimos todas las vueltas posibles, y siempre acabamos en el mismo punto. Circular por una ciudad que está en manos del demonio, tal era la forma en que describía mi hermana a Bagdad, no era nada agradable. Y eso se reflejaba en los largos ratos de silencio que reinaban durante casi todo el viaje.

Al parecer, mi hermana había visitado sólo dos veces la casa nueva de mi tío y sabía llegar perfectamente a ella, pero en tiempos de paz, no en medio de aquel jaleo.

—Volvamos a casa antes de que anochezca, no estamos para sustos —dijo mi hermana.

Y dimos la vuelta. La casa nueva de mi tío se situaba al otro lado de Bagdad, lo cual me permitió por lo menos observar un poco la ciudad. Y tratar de encontrar, a pesar del estado ruinoso, aquella Bagdad que abandoné hace treinta años.

No la encontré. Era una Bagdad diferente, cambiada, casi no la reconocí. Cuando decidí hacer este viaje me preparé para asumir dos realidades. Los destrozos de la guerra y el paso del tiempo. Pero nunca las huellas que había dejado el dictador. Señales que eran célebres en mi juventud ya no lo son ahora. Han desaparecido edificios emblemáticos y se ven otros nuevos que se levantaron casi con el único propósito de despistar la cabeza de un exiliado como yo. Sólo el viejo río Tigris, que aparecía y desaparecía a lo largo de aquella interminable búsqueda, me mostraba su cara amable.

—¿Recuerdas? ¡Este río sabe mucho de nosotros! —le dije a mi hermana mayor, mientras pasábamos sobre un puente.

—Ya lo creo. Habéis pasado mucho tiempo jugando en sus aguas.

En aquellos tiempos casi todos los niños de la parte vieja de Bagdad crecimos entre las aguas del río Tigris. Yo era el más pequeño de cinco hermanos y en el verano, al medio día, justo cuando más sol hacía, nos ausentábamos de casa, cada uno a su manera, y nos escapábamos hacia el río. A mí, por pequeño, mis hermanos no me dejaban entrar en el agua, me llevaban con ellos sólo para vigilar la ropa mientras nadaban. Entonces cogía la ropa de mis hermanos y con ella hacia una montaña y me sentaba encima a menos de un metro de la orilla.

—Algún día uno de vosotros no volverá a casa, se lo llevará el Suhluwa —decía mi madre cada vez que nos veía volver juntos.

El Suhluwa, según mi madre, y tal como me lo imaginaba entonces, era un animal con la cara de una bruja muy anciana de pelo totalmente blanco y un cuerpo tan blando como el de un pulpo, por eso no podía correr detrás de los niños fuera del agua, habitaba en el fondo del río y cada día subía a la superficie para atrapar a quien pudiera. Sobre todo niños.

Nuestra travesura solía durar unas dos horas, durante las cuales me limitaba a permanecer sentado sobre aquel montón de ropa mirando a mis hermanos hacer cola junto a otros niños para subir a lo alto del puente y desde allí tirarse al agua. De vez en cuando echaba una ojeada al otro lado sereno del río, por si de repente aparecía el Suhluwa; así podría avisar a mis hermanos a tiempo.

¿Qué le habrá confesado el niño, bajo aquel sol de justicia, sentado encima de la ropa de sus hermanos, a menos de un metro de la orilla, para que después de casi treinta años un río como el Tigris, en una ciudad que olía a quemado, le tratara con tanta ternura?

En aquel coche iba yo junto a mis tres hermanas y mi primo. Mi hermana mayor, nuestra guía, se situó al lado de mi primo en la parte delantera del coche, mientras que mis otras dos hermanas menores y yo nos sentamos atrás. A mi hermana pequeña, la menor de nosotros diez, le tocó sentarse a mi lado y durante casi todo el viaje no paraba de acariciarme la mano, como si entendiera lo dura que estaba resultando mi particular guerra con Bagdad.

Hay ciudades que suelen castigar a sus hijos que se atreven a abandonarlas. Y cuanto más larga es la ausencia más severo es el castigo. Ciudades que cuando las vuelves a encontrar te muestran una cara áspera que jamás le mostrarían a ningún forastero. Entonces te meten en su laberinto. Un laberinto dentro del cual las distancias se confunden, y los tiempos también. El recorrido desde nuestra casa hasta las tiendas que rodeaban la mezquita de Al Husein, que solían permanecer abiertas hasta muy tarde, era largo. Y cuando, en aquellas noches cerradas del invierno, nos juntábamos todos alrededor del fuego y mi tía Fadila, que nos visitaba con cierta frecuencia, contaba uno de sus habituales cuentos llenos de príncipes que luchaban contra malvados demonios, o doncellas que desgranaban sus penas ante la muñeca de la paciencia, y de repente surgía cualquier necesidad de ir a comprar algo, siempre me tocaba a mí, por ser el más pequeño de los varones.

—Por favor, cuando mi tía acabe.

—Obedece, cariño, no contaré nada hasta que vuelvas, te lo prometo —decía mi tía acariciándome siempre la cara.

Entonces no me quedaba más remedio que armarme de valor y cruzar el largo y desierto camino que separaba nuestra casa de aquellas tiendas.

Tan largo era, que a los siete años me daba miedo cruzarlo por la noche solo. ¡Cuántos encuentros con príncipes convertidos en perros, y demonios escondidos detrás de las caras de afables ancianos!, ¡cuántos miedos tuve, mientras recorría esa distancia infinita! Ahora a mis cincuenta y cinco años, este mismo camino lo encuentro tan corto que no entiendo cómo no podía el niño hacer ambas cosas a la vez. Ir a comprar a esas tiendas y seguir escuchando las fabulosas historias de las mil y una noches que a menudo contaba mi tía Fadila. Entonces comprendes que las distancias ya no son las mismas, y los tiempos tampoco.

La circulación caótica de la ciudad era algo insoportable. Y las miradas desconfiadas y alerta de la gente que se cruzaba en nuestro camino hacían aún más difícil la travesía. Cansado, me dejé llevar, no sin cierta resignación, por el paisaje de una ciudad casi desconocida. De vez en cuando aparecía el dictador, omnipresente, en forma de frase o retrato pintado sobre un enorme mural en el que, a pesar de los destrozos que había sufrido por la ira de la gente, aún se podía apreciar su siniestra cara.

Cuando nuestro viaje se acercó a su fin, el sol ya se había puesto. Y las luces de los coches, al ser la única fuente de iluminación a causa de los frecuentes apagones que sufría la ciudad, se habían adueñado de las calles, sustituyendo así las mismas miradas desconfiadas y atentas de los viajeros. A medida que nos acercábamos a la casa de mi hermana, el paisaje empezó a resultarme más familiar, como lo eran para mí durante todo el viaje las plateadas y rebeldes melenas del pelo rizado de mi hermana.

—Hoy parece que tengo la cabeza muy espesa, la próxima vez te llevaré directamente, sin tanto rodeo —dijo mi hermana justo cuando mi primo había parado en seco el coche al lado de la puerta de su casa.

Nos despedimos de él, no sin antes invitarlo a cenar con nosotros. Se disculpó diciendo que a pesar de vivir muy cerca, con los tiempos que corren, prefiere cenar en su casa. El típico ruido de las puertas de casi todos los coches de un país que vive ya hace años bajo un embargo sonó de forma estridente cuando decidimos abandonar el coche, y volvió a sonar, con ciertas variantes, cuando las cerramos. Mi primo puso el motor en marcha y empezó alejarse; las luces de su coche, a causa de la densa oscuridad, parecía que rajaban violentamente la ya casi noche cerrada de Bagdad.

Para entrar en casa de mi hermana había que cruzar un zaguán muy largo y estrecho que separaba la entrada principal de la entrada real, tan estrecho que no creo que alcanzara mucho más de un metro de ancho. Sus paredes altas hasta el cielo y cubiertas de plantas trepadoras, que lo hacían parecer mucho más estrecho, no dejaban pasar más de una persona a la vez. La primera en entrar fue mi hermana mayor, una mujer que nació pocos años después del saqueo de los judíos de Bagdad. Ella ha perdido dos hijos, uno en la última guerra y el otro por falta de atención médica, dejando tres hijos menores a su cargo. La segunda en entrar fue mi otra hermana, que nació en primavera, porque según mi madre el aroma del raski llenaba entonces toda la casa. Ella perdió un hijo en la guerra con Irán. Y la última en entrar fue la menor de todos, ésta nació diez años antes de que llegara el BAAZ al poder…, perdió a su marido nada más comenzar la guerra con Irán y todavía cree que él está prisionero y algún día volverá y se sorprenderá al ver que sus dos hijos, que dejó muy pequeños, le superan ya en estatura.

El final del paseo estaba iluminado por la luz que penetraba de los cristales de la segunda puerta, lo cual me hacía ver a mis tres hermanas como tres siluetas entrañables que a pesar de todo al exiliado siempre le llevarán una ventaja: no haber perdido Bagdad.

Me detuve en mitad del zaguán, solo, dejando a mis hermanas entrar. El olor de las plantas que cubrían las paredes me resultaba agradable, busqué una parte de la pared en que no hubiera plantas y apoyé mi cansado cuerpo. Allí, rodeado de hojas verdes, durante un rato que ahora no puedo precisar, me quedé totalmente quieto, con la cabeza gacha. Ninguna ciudad, por presumida que sea, sale ganando cuando expulsa a sus hijos, incluidos aquellos flacos bagdadíes de barbas largas y blancas. Pensé en mi tío Fajr al Din y me invadió de repente cierta sensación de alivio por no haberlo encontrado. Cerré mis ojos y en seguida me vino su imagen a la cabeza, la misma imagen que me acompañó a lo largo de estos últimos años, la imagen de un joven al que le gustaba ir al cine con una gabardina blanca y un sombrero.

Pero no quiero acabar sin contar lo que sucedió con mi fecha de nacimiento.

A finales de los ochenta y principios de los noventa, después de residir unos cuantos años en España, pude optar por la nacionalidad española. En medio de los debidos trámites tuve que llenar un formulario en una de cuyas esquinas superiores ponía “Fecha de nacimiento del solicitante”. Al verlo me acordé de mi tío Fajr al Din y de aquella nota de lápiz de color. Sentí como si tuviera que saldar una vieja deuda que tenía con él. Apreté con más fuerza el bolígrafo y marqué el 6 de octubre.

Al cabo de unos meses me llamaron para que recogiera mis nuevos documentos. Y cuál no sería mi sorpresa cuando, en medio de la calle y mientras examinaba mi nuevo documento, descubrí que donde ponía “fecha de nacimiento” figuraba ¡el 6 de noviembre!

—¡Se equivocaron, no me lo puedo creer! —exclamé.

Paré en seco. Quise darme la vuelta y volver a reclamar tal error. Pero la misma pasividad de que se quejaba el rey Faisal I me hizo ceder en mi empeño. Igual de contento, guardé mi nuevo e inseparable documento en el bolsillo izquierdo de mi americana y acelerando el paso hacia mi casa, me dije en voz alta, como si estuviera hablando con mi tío.

—¿Qué más da? Al fin y al cabo, todos los iraquíes nacimos el uno de julio.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

mnonimo

Anónimo dijo...

¿Tienes éscritos más cuentos?. ¿Cuándo los vas a publicar?. Piky

Anónimo dijo...

Hola Mahir, soy Antonio, parece que no llegó mi comentario. ¿ ?. Saludos

Anónimo dijo...

muy bien mahir :::me gusto mucho tu breve relato y su escenificacion ::digno de un hombre de teatro como tu ::saludos hamid meshhedani

Mahir Jejan dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.